Todos somos testigos de cómo, año a año, los
aparatos electrónicos, electrodomésticos u otro tipo de dispositivos
evolucionan, introduciendo grandes mejoras que se traducen en una mejor
funcionalidad. Mejoras que, sin embargo, no siempre alargan la vida útil del
aparato. ¿Quién no ha vivido la curiosa paradoja en la que sale más
barato adquirir un nuevo producto que arreglar el antiguo?
En realidad, pocos son los artículos que no están “programados para morir” antes o después. Fotocopiadoras que de repente dejaron de funcionar, baterías de teléfonos que se rompen, bombillas que un buen día dejan de lucir…. Estos y muchos más ejemplos son víctimas de lo que hoy en día podemos llamar como: obsolescencia programada. ¿A caso no existe ningún aparato que pueda durar toda la vida?
planificación del fin de la vida útil de un producto o servicio, de tal forma que tras un periodo de tiempo (calculado por el fabricante o por la empresa) se quede obsoleto o inservible.
La obsolescencia programada es una estrategia comercial que consiste en la
En definitiva, es una especie de artimaña mediante la cual hacen que un objeto tenga que sustituirse en cierto periodo determinado. Puede que suene un poco a paranoia, o a conspiración, pero no os miento si os digo que todos los sufrimos día a día.
¿Pero esto no hace que la imagen de las empresas se vea afectada negativamente? Para nada. La planificación es tan cuidada que el producto o servicio dura el suficiente tiempo para que las empresas no vean afectada su imagen de calidad, e incluso genere beneficios. Pero, ¿sería razonable penalizar esta práctica?
Una variante de la obsolescencia programada es la obsolescencia percibida. Esta se produce cuando la maquinaria publicitaria saca todas sus armas para crear en el consumidor la necesidad de poseer el último modelo lanzado.
La obsolescencia programada puede esconderse bajo un eslogan como” hacer la vida más fácil”, “adaptarse a los tiempos que corren”, etc. Aunque podamos seguir utilizando el “menos nuevo”, hacen que nos encaprichemos con otro más grande y bonito pero de similares funcionalidades.
Las consecuencias de estos fenómenos son claras. El bolsillo del consumidor se ve afectado al verse obligado a sustituir su producto por otro nuevo. En contra, las empresas consiguen mas demandan y, por ende, aumentan sus beneficios. Sin duda, desde sus inicios, el objetivo de la obsolescencia programada es el lucro económico.
Por otro lado, las consecuencias psicológicas también son evidentes. Llegan incluso a modificar nuestras pautas de consumos (comprar, usar, tirar, comprar…) haciéndonos desear productos que ni necesitamos.
Sin embargo, el principal problema está en la gran cantidad de residuos que se originan actualmente al realizarse este fenómeno una y otra vez en todo el mundo. Es por esto que la sostenibilidad de este modelo a largo plazo es muy discutida por organizaciones ecologistas.
Este concepto se remonta a 1932, cuando Bernard London propuso terminar con la crisis de la Gran Depresión a través de la obsolescencia programada y obligarla por ley (aunque nunca se llevase a cabo). Su objetivo era obligar a las fábricas a producir objetos que rápidamente se deterioraran y que tengan que ser sustituidos por otro nuevo para, así, reactivar la industria y la demanda de productos. Aunque, tal y como hemos dicho, nunca se llegó a imponer por ley, sí se tomó como modelo de línea de negocio en muchas empresas, especialmente en el rubro de la electricidad y bombillas de la luz.
Alcanzó su mayor popularidad en 1954 cuando Brooks Stevens, diseñador industrial de EEUU, dio una conferencia sobre lo que suponía la nueva producción en masa y lo que implicaba económicamente una producción más barata y con precio más bajos, utilizando de este modo el término de obsolescencia programada.
“Comprar, tirar, comprar”. Este es el nombre que recibe un documental dirigido por Cosina Dannoritzer y coproducido por Televisión Española que muestra qué es la obsolescencia programada y cuáles son sus principales efectos y consecuencias. En él nos muestran los ejemplos más polémicos de obsolescencia programada. Entre ellos encontramos las bombillas. Cuando Edison puso a la venta su primera bombilla en 1881, la duración de este artilugio era de 1500 horas. Treinta años más tarde, se publicó un anuncio donde aparecían unas bombillas cuya duración certificada era de 2.500 horas.
Pronto descubrieron que ir prolongando la duración de la vida de las bombillas solo supondría el fin de sus lucrativos negocios. Por este motivo, un 25 de diciembre de 1924 se reunieron en Ginebra y decidieron crear un cártel mundial donde pactaron limitar la vida útil de las bombillas eléctricas en 1.000 horas.
Con el tiempo, el cártel fue denunciado y, supuestamente, dejó de funcionar. No obstante la práctica de reducir a propósito la vida de las bombillas sigue en vigor actualmente. A pesar de ello, una bombilla ha conseguido sobrevivir a estas estratagemas y lleva encendida 111 años en la estación de bomberos de California. Incluso puedes verla a través de una webcam en Internet.
Otro ejemplo son las medias de nailon. A finales de los años 20, este tipo de medias eran casi irrompibles. Debido al descenso de las ventas dado que las mujeres no necesitaban comprar otras, años después se comenzaron a comercializar las dichosas medias que toda mujer conoce, las cuales se rompen con extremada facilidad.
En cuanto a las impresoras, ¿sabíais que la mayoría de estos productos contienen un chip que registra el número de impresiones y que, cuando estas llegan al límite marcado, automáticamente dejan de funcionar? Cuando se rompen puedes llevarlas a reparar, pero la mayoría de las veces te encontrarás con la rúbrica de que es más barato comprar una que arreglarla.
A esta lista se suman los automóviles. Muchas veces he escuchado decir que en los años 50 y 60, la vida útil de un coche era el doble que en la actualidad, cuya duración media no supera las tres décadas. Ni que decir tiene la obsolescencia programada que sufren piezas de los coches como los frenos, los cuales, tras un número de frenados, comienzan a perder capacidad.
En realidad, pocos son los artículos que no están “programados para morir” antes o después. Fotocopiadoras que de repente dejaron de funcionar, baterías de teléfonos que se rompen, bombillas que un buen día dejan de lucir…. Estos y muchos más ejemplos son víctimas de lo que hoy en día podemos llamar como: obsolescencia programada. ¿A caso no existe ningún aparato que pueda durar toda la vida?
Obsolescencia programada: ¿trampa silenciosa para la sociedad del consumo?
planificación del fin de la vida útil de un producto o servicio, de tal forma que tras un periodo de tiempo (calculado por el fabricante o por la empresa) se quede obsoleto o inservible.
La obsolescencia programada es una estrategia comercial que consiste en la
En definitiva, es una especie de artimaña mediante la cual hacen que un objeto tenga que sustituirse en cierto periodo determinado. Puede que suene un poco a paranoia, o a conspiración, pero no os miento si os digo que todos los sufrimos día a día.
¿Pero esto no hace que la imagen de las empresas se vea afectada negativamente? Para nada. La planificación es tan cuidada que el producto o servicio dura el suficiente tiempo para que las empresas no vean afectada su imagen de calidad, e incluso genere beneficios. Pero, ¿sería razonable penalizar esta práctica?
Una variante de la obsolescencia programada es la obsolescencia percibida. Esta se produce cuando la maquinaria publicitaria saca todas sus armas para crear en el consumidor la necesidad de poseer el último modelo lanzado.
La obsolescencia programada puede esconderse bajo un eslogan como” hacer la vida más fácil”, “adaptarse a los tiempos que corren”, etc. Aunque podamos seguir utilizando el “menos nuevo”, hacen que nos encaprichemos con otro más grande y bonito pero de similares funcionalidades.
Las consecuencias de estos fenómenos son claras. El bolsillo del consumidor se ve afectado al verse obligado a sustituir su producto por otro nuevo. En contra, las empresas consiguen mas demandan y, por ende, aumentan sus beneficios. Sin duda, desde sus inicios, el objetivo de la obsolescencia programada es el lucro económico.
Por otro lado, las consecuencias psicológicas también son evidentes. Llegan incluso a modificar nuestras pautas de consumos (comprar, usar, tirar, comprar…) haciéndonos desear productos que ni necesitamos.
Sin embargo, el principal problema está en la gran cantidad de residuos que se originan actualmente al realizarse este fenómeno una y otra vez en todo el mundo. Es por esto que la sostenibilidad de este modelo a largo plazo es muy discutida por organizaciones ecologistas.
¿Cuándo surgió?
Este concepto se remonta a 1932, cuando Bernard London propuso terminar con la crisis de la Gran Depresión a través de la obsolescencia programada y obligarla por ley (aunque nunca se llevase a cabo). Su objetivo era obligar a las fábricas a producir objetos que rápidamente se deterioraran y que tengan que ser sustituidos por otro nuevo para, así, reactivar la industria y la demanda de productos. Aunque, tal y como hemos dicho, nunca se llegó a imponer por ley, sí se tomó como modelo de línea de negocio en muchas empresas, especialmente en el rubro de la electricidad y bombillas de la luz.
Alcanzó su mayor popularidad en 1954 cuando Brooks Stevens, diseñador industrial de EEUU, dio una conferencia sobre lo que suponía la nueva producción en masa y lo que implicaba económicamente una producción más barata y con precio más bajos, utilizando de este modo el término de obsolescencia programada.
Productos programados para morir
“Comprar, tirar, comprar”. Este es el nombre que recibe un documental dirigido por Cosina Dannoritzer y coproducido por Televisión Española que muestra qué es la obsolescencia programada y cuáles son sus principales efectos y consecuencias. En él nos muestran los ejemplos más polémicos de obsolescencia programada. Entre ellos encontramos las bombillas. Cuando Edison puso a la venta su primera bombilla en 1881, la duración de este artilugio era de 1500 horas. Treinta años más tarde, se publicó un anuncio donde aparecían unas bombillas cuya duración certificada era de 2.500 horas.
Pronto descubrieron que ir prolongando la duración de la vida de las bombillas solo supondría el fin de sus lucrativos negocios. Por este motivo, un 25 de diciembre de 1924 se reunieron en Ginebra y decidieron crear un cártel mundial donde pactaron limitar la vida útil de las bombillas eléctricas en 1.000 horas.
Con el tiempo, el cártel fue denunciado y, supuestamente, dejó de funcionar. No obstante la práctica de reducir a propósito la vida de las bombillas sigue en vigor actualmente. A pesar de ello, una bombilla ha conseguido sobrevivir a estas estratagemas y lleva encendida 111 años en la estación de bomberos de California. Incluso puedes verla a través de una webcam en Internet.
Otro ejemplo son las medias de nailon. A finales de los años 20, este tipo de medias eran casi irrompibles. Debido al descenso de las ventas dado que las mujeres no necesitaban comprar otras, años después se comenzaron a comercializar las dichosas medias que toda mujer conoce, las cuales se rompen con extremada facilidad.
En cuanto a las impresoras, ¿sabíais que la mayoría de estos productos contienen un chip que registra el número de impresiones y que, cuando estas llegan al límite marcado, automáticamente dejan de funcionar? Cuando se rompen puedes llevarlas a reparar, pero la mayoría de las veces te encontrarás con la rúbrica de que es más barato comprar una que arreglarla.
A esta lista se suman los automóviles. Muchas veces he escuchado decir que en los años 50 y 60, la vida útil de un coche era el doble que en la actualidad, cuya duración media no supera las tres décadas. Ni que decir tiene la obsolescencia programada que sufren piezas de los coches como los frenos, los cuales, tras un número de frenados, comienzan a perder capacidad.